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En 1993, el profesor Philip Johnson, de la Universidad de California en Berkeley, invitó a un grupo de científicos y filósofos a una pequeña población playera en la costa central de California. Procedían de importantes centros académicos, incluyendo Cambridge, Munich y la Universidad de Chicago, para cuestionar una idea que había dominado la ciencia durante 150 años.

 

Creo que Pájaro Dunks representó un punto de inflexión para muchos de nosotros. Individualmente, todos teníamos interrogantes acerca de la teoría evolucionista. Cuando nos reunimos, cada uno trajo algo propio a la mesa y, de repente, vislumbramos una nueva manera de contemplar la vida que ninguno había visto antes por separado.

 

Por mi parte, diría que este fue un intenso periodo de mi vida. Parecía que aquí había algo mucho más intelectualmente satisfactorio que el punto de vista que había mantenido hasta entonces. En retrospectiva, creo que esto me motivó a examinar la evidencia y ver a dónde yo creía que conducía. Vi que esto era más grande que cualquier persona o disciplina, y fue el inicio de una comunidad de científicos dispuestos a afrontar el misterio fundamental del origen de la vida.

 

A veces me pregunto cómo es que alguien habla de otra cosa, porque no hay nada más interesante: ¿de dónde venimos? ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Qué nos trajo a la existencia? ¿Cuál es nuestra relación con la realidad como un todo?

 

Contemplas la increíble diversidad y complejidad de la vida, y es inevitable preguntar: ¿qué trajo todo esto a la existencia? ¿Fue simplemente la necesidad, el azar y la necesidad, fuerzas naturales sin dirección, o hay algo más? ¿Hay un propósito, un plan, un designio, el designio de una causa inteligente? Creo que esta es la pregunta fundamental.

 

Los científicos de Pájaro Dunks emprendieron un nuevo examen del misterio del origen de la vida, porque cada uno abrigaba dudas acerca de las ideas evolucionistas generalmente aceptadas. Entre ellos, el bioquímico Michael Behe cuestionaba cómo unos procesos naturales habrían ensamblado las intrincadas estructuras de las células vivas. Dean Kenyon era un biólogo evolucionista que ya no creía que la química por sí sola pudiera explicar el origen de la vida en la Tierra. Stephen Meyer, Paul Nelson y William Dembski buscaban un nuevo enfoque que pudiera explicar el origen de la información genética codificada en los organismos vivos. Estos científicos y filósofos comenzaron a formular una alternativa a la teoría central de la biología moderna, teoría surgida de la mente de un naturalista británico llamado Charles Darwin.

 

En 1831, Darwin, que a la sazón tenía 22 años, se incorporó a una expedición de exploración de 5 años preparada por el Imperio Británico. Zarpó de Inglaterra en la Goleta HMS Beagle, navegó alrededor del extremo sur de América del Sur, luego se dirigieron rumbo al norte hacia una cadena de islas volcánicas en el Pacífico, las Islas Galápagos. En este desolado archipiélago, a 1000 km de la costa occidental de Ecuador, Charles Darwin pudo observar una extraordinaria variedad de aves, reptiles y mamíferos diferentes de todo lo que había podido ver antes. Durante más de un mes, Darwin estudió la vida vegetal y animal, tomó abundantes notas y recogió especímenes, luego partió para no volver jamás. Durante 25 años, desarrolló una teoría que explicaba el origen de las diversas formas de vida sobre la Tierra.

 

En 1859, Darwin publicó un libro titulado «Sobre el origen de las especies». Su impacto sobre la ciencia y, a la larga, sobre toda la cultura occidental, fue espectacular. Darwin argumentó que toda la vida era producto de unas fuerzas naturales sin dirección alguna: el tiempo, el azar y un proceso que él designó como selección natural. Durante 2.500 años antes de Darwin, la mayoría de los científicos y filósofos destacados, personas como Platón, Newton o Kepler, habían contemplado el mundo como resultado de alguna clase de designio o plan. Pero con la idea de la selección natural de Darwin, se da un giro radical y se pone en movimiento un verdadero cambio en la filosofía científica.

 

Darwin no fue el primer científico en proponer una teoría de la evolución, pero sí el primero en proponer un mecanismo naturalista plausible que podía producir un cambio biológico a lo largo de dilatados períodos de tiempo. Para comprender cómo actúa la selección natural, consideremos las poblaciones de pinzones que Darwin encontró en las Islas Galápagos. Tres especies de pinzones habitan en las Islas Galápagos y varían sutilmente respecto al tamaño corporal y la forma del pico. Darwin volvió a Inglaterra con nueve especies diferentes de estos pájaros. Según la teoría darwinista contemporánea, las diferencias en los tamaños y en las formas de los picos de los pájaros son el resultado directo de la selección natural. Un ejemplo que se cita a menudo es el de especies de pinzones granívoros. Después de temporadas de intensas lluvias, hay abundancia de pequeñas semillas blandas por todas las islas. Los pájaros con picos cortos pueden conseguir alimento con facilidad. Sin embargo, durante períodos de sequía, las únicas semillas disponibles están protegidas dentro de cáscaras duras y resistentes que permanecen en el suelo desde el año anterior. En estas circunstancias, solo los pájaros con picos más largos y aguzados pueden romper las cáscaras y comer las semillas. Los pájaros con picos más largos sobreviven porque pueden llegar al alimento, mientras que otros pájaros no pueden. Así, el pico largo les confiere en este caso lo que los biólogos ahora llaman una ventaja funcional. Desafortunadamente, los pinzones con picos más pequeños mueren de hambre por no poder llegar al alimento si las condiciones de sequía persisten. El medio causa un cambio en los rasgos de toda la población de pinzones, y con el paso del tiempo, los picos largos pasan a sucesivas generaciones, porque estos picos capacitan a los pájaros para sobrevivir.

 

La selección natural era una idea convincente: las variaciones físicas que resultaban ventajosas eran heredadas por generaciones sucesivas. Por medio de este proceso se alternaban las poblaciones y, con el paso del tiempo, surgirían organismos fundamentalmente diferentes, sin ninguna clase de conducción inteligente. Darwin lo quería explicar todo en la historia de la vida en términos de procesos naturales no inteligentes, carentes de designio. Y cuando buscó una explicación, lo que encontró fue que un proceso que podía observar en las poblaciones domesticadas también funciona en el ambiente natural. Darwin conocía bien la crianza doméstica de animales. Había estudiado la crianza de palomas y sabía que, durante siglos, los criadores habían logrado cambios espectaculares en poblaciones seleccionando ciertos ejemplares. Darwin solo sugirió que este mismo proceso también opera en el ámbito natural.

 

Para Charles Darwin, la selección natural explicaba la apariencia de designio sin un diseñador. Ya no había más necesidad de invocar una causa inteligente para la complejidad de la vida. De hecho, la selección natural pasó a ser como un diseñador sustituto.

 

En la actualidad, el darwinismo se da generalmente por sentado en el campo científico y en el mundo académico. Sin embargo, y a pesar de su amplia aceptación, un creciente número de científicos y eruditos, incluyendo los que se reunieron en Pájaro Dunks, están cuestionando aspectos claves de la teoría darwinista.

 

Cuando nos reunimos en Pájaro Dunks, desde luego no estábamos de acuerdo en todo, pero compartíamos una verdadera insatisfacción con el mecanismo de la selección natural y con el papel que se le daba en las explicaciones biológicas. La selección natural es un proceso real y funciona para explicar clases limitadas de variación, los cambios a pequeña escala. De hecho, tenemos muchos ejemplos de esto. Para lo que no funciona bien es para explicar lo que Darwin creía que podría explicar: la verdadera complejidad de la vida. Tenemos un pico de pinzón y luego tenemos el pinzón mismo, un pequeño cambio en la estructura del pico, frente al origen del organismo como tal. Son fenómenos de escala diferentes, son problemas de clase diferente, y el problema importante para la biología es comprender dónde funciona la selección natural y dónde no funciona, y el porqué de la diferencia.

 

La evidencia es muy convincente, y todos veíamos que, si dejábamos que la evidencia hablara por sí misma, nos llevaría en una dirección que nos alejaría de la selección natural, hacia una conclusión distinta acerca del origen y de la naturaleza de la vida sobre la Tierra.

 

La selección natural actúa solo aprovechando pequeñas variaciones sucesivas. Nunca puede hacer un gran salto repentino, sino que ha de avanzar por pasos cortos y seguros, aunque lentos.

 

Es realmente interesante observar que, cuanto más sabemos acerca de la vida y de la biología, más problemas tiene el darwinismo y tanto más evidente se hace el designio.

 

Desde 1988 el doctor Michael Behe ha investigado sistemas biológicos complejos que parecen desafiar la explicación de la selección natural; durante muchos años creí que la evolución darwinista explicaba lo que veíamos en biología, no porque yo viera cómo podía verdaderamente explicarlo, sino porque me dijeron que lo explicaba, en las escuelas me enseñaron biología darwinista y luego en la facultad y en los estudios de posgrado viví un ambiente que daba por sentado que la evolución darwinista explicaba la biología, y de nuevo no vi ninguna razón para dudarlo, no fue sino hasta hace unos 10 años que leí un libro llamado «Evolución, una teoría en crisis» de un genetista australiano llamado Michael Denton, donde exponía una gran cantidad de argumentos científicos contra la teoría darwinista, que yo nunca había oído antes y los argumentos parecían bastante convincentes; en ese momento comencé a sentirme molesto, porque pensaba que me habían estado guiando por un camino de rosas, ahí había una buena cantidad de sólidos argumentos y yo había hecho el doctorado en bioquímica, era miembro de la facultad y nunca ni había ni oído hablar de estas cosas, y así, a partir de ese momento, me interesé en el tema de la evolución y desde entonces he decidido que los procesos darwinistas no son toda la explicación para la vida.

 

El escepticismo de Michael Behe parte en buena medida, de lo que la moderna biología ha descubierto acerca de la unidad más fundamental de la vida, la célula. En el siglo XIX en vida de Darwin, los científicos creían que la base de la vida, la célula, era un simple globo de protoplasma, como un pequeño fragmento de gelatina o algo que no era difícil de explicar en absoluto; esta percepción no cambió demasiado hasta los años 50, pero en la última mitad del siglo XX, nuestro conocimiento de la célula ha avanzado de manera formidable.

 

En la actualidad, los potentes instrumentales revelan unos complejos mundos microscópicos, mundos tan diminutos que solo un dedal lleno de un cultivo líquido, puede contener más de 4000 millones de bacterias unicelulares, cada una de ellas repleta de circuitos, instrucciones de montaje y máquinas miniaturizadas, de tal complejidad, que Charles Darwin jamás pudo haberse imaginado.

 

En la misma base de la vida, donde las células y moléculas realizan su función, hemos descubierto máquinas, literalmente máquinas moleculares, hay diminutos camiones moleculares que transportan suministros de una parte a otra de la célula, hay máquinas que capturan la energía de la luz solar y la transforman en energía utilizable. Hay tantas máquinas moleculares en el cuerpo humano, como funciones realiza, de modo que cuando uno piensa en el oído, la vista, el olfato, el gusto, el tacto, la coagulación de la sangre, la acción respiratoria, la respuesta inmunológica, todo esto exige una multitud de máquinas.

 

Cuando contemplamos estas máquinas nos preguntamos de dónde vienen y la respuesta rutinaria de la evolución darwinista es, desde mi punto de vista, sumamente inadecuada.

A principios de los 90, en una serie de conferencias científicas, Behe comenzó a compartir sus dudas acerca de la capacidad de la selección natural para construir máquinas moleculares complejas. Una de las máquinas en particular indujo a Behe a la duda.

 

Recuerdo la primera vez que miré un libro de texto de bioquímica y vi un dibujo de algo que se llamaba el flagelo bacteriano, con todas sus piezas, en toda su gloria, tenía una región de propulsión, un codo, el eje rotor y el motor, y contemplé aquello y me dije, esto es un motor fuera borda, esto ha sido diseñado, no hay montaje de piezas al azar. La reacción de Behe no fue sorprendente, porque cada uno de los motores moleculares que impulsan a las bacterias en el seno de un líquido, depende de un sistema de piezas mecánicas intrincadamente dispuestas, estas piezas aparecen claras cuando se amplían porciones de una célula 50.000 veces.

 

Los bioquímicos han empleado micrografías electrónicas como esta, para identificar las piezas y la estructura tridimensional del motor del flagelo; con esta investigación han desvelado una maravilla de ingeniería a escala miniaturizada.

 

Howard D, de Harvard, lo ha designado como la máquina más eficiente del universo, algunas de estas máquinas giran a 100,000 revoluciones por minuto y tienen una conexión fija con un mecanismo transductor o detector de señales que recibe información del medio en que se encuentra, incluso cuando están girando a esta velocidad pueden detenerse en seco, solo necesitan un cuarto de vuelta para detenerse y cambiar el sentido de giro y comenzar a girar a 100,000 revoluciones en la otra dirección. Y lo mismo que los motores fuera de borda en las lanchas, tiene una gran cantidad de piezas que son imprescindibles para su funcionamiento.

 

El flagelo bacteriano da marchas adelante y atrás, con refrigeración por agua, movido por energía protónica. Tiene un estator, un rotor, una articulación en U, un eje propulsor y una hélice, y funcionan como estas piezas de maquinaria, no es por comodidad que les damos estos nombres, es que estas son verdaderamente sus funciones.

 

Desde su descubrimiento, los científicos han tratado de comprender cómo hubiera podido surgir un motor giratorio mediante selección natural. Hasta ahora no han sido capaces de ofrecer ninguna explicación darwinista detallada. Para ver por qué, debemos comprender una característica de las máquinas moleculares que se conoce como complejidad irreducible.

 

La complejidad irreducible es un término acuñado por Michael Behe en su descripción de estas máquinas moleculares. Básicamente lo que enuncia es que se tiene una multiplicidad de piezas para la composición de cualquier organela o sistema dado dentro de una célula, todas las cuales son necesarias para la función, es decir, si se elimina una pieza, el sistema pierde su función.

 

La idea de la complejidad irreducible se puede ilustrar mediante una conocida máquina no biológica, una ratonera. La ratonera está compuesta de cinco piezas fundamentales: un gatillo en el que se pone el cebo, un muelle potente, una delgada varilla doblada conocida como martillo, una barra retenedora para asegurar el martillo en su lugar y una base sobre la que se monta todo el sistema. Si falta cualquiera de estas piezas o es defectuosa, el mecanismo no funcionará; han de estar presentes simultáneamente todos los componentes de este sistema irreduciblemente complejo para que la máquina cumpla su función, atrapar ratones.

 

La complejidad irreducible se aplica también a las máquinas biológicas, incluyendo el motor flagelar bacteriano. En total hay alrededor de 40 piezas proteínicas diferentes que son necesarias para que esta máquina funcione y si falta cualquiera de dichas piezas, entonces o bien obtendremos un flagelo que no funcione debido a que falta el codo o el eje de transmisión o lo que sea, o bien ni siquiera se montará dentro de la célula.

 

En términos evolutivos, tenemos que poder explicar cómo se puede construir este sistema de forma gradual cuando no hay función hasta que se tienen todas estas piezas en su sitio.

 

La complejidad irreducible de las máquinas moleculares plantea un enérgico desafío al poder de la selección natural, según la teoría de Darwin. Incluso las estructuras biológicas muy complejas, como un ojo, un oído o un corazón, pueden construirse gradualmente a lo largo del tiempo en pequeños incrementos; sin embargo, tal como Darwin puso en claro, la selección natural solo puede tener éxito si estos cambios genéticos al azar proporcionan alguna ventaja al organismo en evolución en su lucha por la supervivencia.

 

Así dijo Darwin: «Como he intentado demostrar, no es necesario suponer que las modificaciones fuesen todas simultáneas, si eran sumamente ligeras y graduales, la selección natural está examinando las más ligeras variaciones, rechazando las malas, preservando y acumulando todas las buenas». Con todo, algunos científicos dudan de que las pequeñas variaciones de Darwin pudieran haber creado un flagelo bacteriano cuando no existía tal mecanismo.

 

¿Cómo pudo algo nuevo como un motor de un flagelo bacteriano y todos los componentes que van con él? ¿Cómo pudo desarrollarse a partir de una población de bacterias que no tuviesen este sistema, y ello cuando cada cambio, según la teoría de Darwin, ha de proporcionar alguna clase de ventaja?

 

Imaginemos un escenario así: al inicio de la historia de la Tierra, una bacteria en evolución desarrolla de alguna manera una cola y quizá incluso las piezas necesarias para unirla a la pared celular, sin embargo, sin un ensamblaje completo de motor, esta innovación no proporcionaría ventaja alguna a la célula, en lugar de ello, la cola permanecería inmóvil e inútil, invisible para la selección natural, que por definición solo puede favorecer cambios que ayuden a la supervivencia.

 

Aquí tienes el texto con correcciones de ortografía, mayúsculas y nombres de científicos:

 

Así dijo Darwin: «Como he intentado demostrar, no es necesario suponer que las modificaciones fueran todas simultáneas; si eran sumamente ligeras y graduales, la selección natural está examinando las más ligeras variaciones, rechazando las malas, preservando y acumulando todas las buenas». Con todo, algunos científicos dudan de que las pequeñas variaciones de Darwin pudieran haber creado un flagelo bacteriano cuando no existía tal mecanismo.

 

¿Cómo pudo algo nuevo, como un motor de un flagelo bacteriano y todos los componentes que lo acompañan, desarrollarse a partir de una población de bacterias que no tuviesen este sistema? Y ello cuando, según la teoría de Darwin, cada cambio ha de proporcionar alguna clase de ventaja.

 

Imaginemos un escenario así al inicio de la historia de la Tierra: una bacteria en evolución desarrolla, de alguna manera, una cola y quizá incluso las piezas necesarias para unirla a la pared celular. Sin embargo, sin un ensamblaje completo de motor, esta innovación no proporcionaría ventaja alguna a la célula. En lugar de ello, la cola permanecería inmóvil e inútil, invisible para la selección natural, que por definición solo puede favorecer cambios que ayuden a la supervivencia.

 

La lógica de la selección natural es muy exigente: a menos que el mecanismo del flagelo esté totalmente montado y funcione de verdad, la selección natural no puede preservarlo, no puede pasar a la siguiente generación.

 

El punto importante a comprender acerca de la selección natural es que selecciona solo con vistas a una ventaja funcional. En la mayoría de los casos, lo que hace la selección natural es eliminar cosas, cosas que carecen de función o que tienen una función que perjudica al organismo. De modo que, si se tuviese una bacteria con una cola que no funciona como flagelo, lo más probable es que la selección natural la eliminase. La única manera en que un flagelo sea seleccionado es que el flagelo funcione, y esto significa que todas las piezas del motor han de estar en su sitio para empezar. De modo que la selección natural no puede producir el flagelo bacteriano; solo puede actuar después de que el flagelo esté ahí y sea operativo.

 

En 1996, Michael Behe publicó un libro titulado “La caja negra de Darwin”. En esta obra, argumenta que la selección natural, el diseñador sucedáneo de Darwin, no puede explicar el origen del flagelo bacteriano, ni de ningún otro sistema biológico irreduciblemente complejo. En lugar de ello, Behe llegó a la conclusión de que la complejidad integral de estos sistemas indica un designio inteligente. “La caja negra de Darwin” de inmediato suscitó controversia. Más de 75 publicaciones, incluyendo algunos de los principales diarios y revistas científicas del mundo, publicaron reseñas. Algunos científicos elogiaron el libro de Behe; otros lo desecharon como algo no científico y con motivaciones religiosas.

 

Los críticos de Behe también insistieron en que había subestimado el poder de la selección natural. Argumentaron que el motor flagelar podría haber sido construido con piezas empleadas para construir máquinas más simples, como esta bomba celular usada. Si los componentes de la bomba ya existían, podrían haber sido preservados por la selección natural antes de que surgiera el motor bacteriano. Esta teoría recibe el nombre de “cooptación”.

 

Esto básicamente dice que la evolución o la selección natural pudo, en cierto momento, tomar prestados componentes de una máquina molecular y utilizar algunos para construir una nueva.

 

Scott Minick ha estudiado el motor flagelar durante 20 años. Su investigación le ha llevado a cuestionar el argumento de la “cooptación”. Dice: «Con el flagelo bacteriano hablamos de una máquina con 40 piezas. Sí, es cierto que 10 están empleadas en otras máquinas moleculares, pero las otras 30 son peculiares. ¿Así que de dónde las vamos a tomar prestadas? Al final, tendremos que explicar la función de cada una, como si originalmente hubiera tenido otro propósito. Este argumento solo se puede seguir hasta el punto en que nos encontramos con el problema de que estamos tomando prestado de ninguna parte. Pero incluso, si se concede que se tienen todas las piezas necesarias para construir una de estas máquinas, esto es solo parte del problema; quizá más complejo, me parece a mí, es el tema de las instrucciones de montaje. Esto nunca lo abordan los oponentes del argumento de la complejidad irreducible».

 

Los estudios del motor flagelar han desvelado niveles aún más profundos de complejidad, porque su construcción demanda no solo unas piezas específicas, sino también una secuencia precisa de montaje.

 

Las piezas deben fabricarse en el momento oportuno, con la cantidad apropiada de componentes. Deben montarse secuencialmente. Hay que poder saber si se han montado correctamente a fin de no malgastar energía en una estructura que no va a ser funcional.

 

La construcción de una máquina molecular ha sido comparada con la edificación de una casa. Los obreros siguen unos planos e instrucciones detalladas de montaje. Los cimientos de la casa se echan antes de levantar las paredes. Las tuberías y la electricidad se instalan antes del acabado de las paredes. Las ventanas se ponen antes del recubrimiento de las paredes y las tejas se ponen solo después de la primera cubierta impermeable del tejado. Y así sucede con la construcción del motor flagelar.

 

Esta estructura se construye de dentro hacia fuera. Se cuenta la cantidad de componentes en una estructura anular de un “stator” y, cuando esto queda montado, se recibe una realimentación que dice: «Vale, no más de este componente». Se añade el eje, se añade un anillo, se añade otro eje, y cuando la articulación en “U” ha llegado a un cierto tamaño y a un cierto grado de curvatura, más o menos un cuarto de giro, se cierra. Luego, empiezan a añadirse los componentes para el propulsor. Todos estos componentes se montan en una secuencia precisa, tal como se hace con el edificio.

 

La construcción correcta del motor requiere un complejo sistema de máquinas que coordinen el temporizado de las instrucciones de montaje. ¿Pero cómo puede la selección natural construir un sistema así?

 

El argumento de la “cooptación” no explica lo que vemos aquí. Para poder construir el mecanismo del flagelo o decenas de miles de otros mecanismos semejantes en la célula, son necesarias otras máquinas que regulen el montaje de estas estructuras. Y estas máquinas precisan de otras máquinas para su montaje.

 

Solo que falte una de estas piezas o que esté donde no le corresponde, el motor no funcionará. De modo que el sistema para montar el motor flagelar es el mismo irreduciblemente complejo.

 

De hecho, lo que tenemos aquí es complejidad irreducible en cascada. Sabemos mucho acerca del flagelo bacteriano, todavía tenemos mucho que aprender, pero sabemos mucho acerca de él y no hay explicación acerca de cómo esta compleja máquina molecular fue jamás producida por un mecanismo darwinista.

 

Hace 150 años, los científicos no tenían conocimiento de las máquinas moleculares de complejidad irreducible. Sin embargo, Charles Darwin consideró la dificultad que sistemas como estos podrían plantear a su teoría. Dijo: «Si pudiera demostrarse que ha existido un órgano complejo que no se formó por numerosas y pequeñas modificaciones sucesivas, mi teoría fracasaría por completo».

 

En biología, de hecho, hay dos grandes interrogantes: ¿Cómo se consiguen nuevas formas vivientes con nuevas estructuras, como alas y ojos, a partir de vida que ya existe? Y segundo, ¿cómo se originó la vida en la Tierra por primera vez?

 

Hoy sabemos que Darwin pasó la mayor parte de su vida formulando una respuesta a la primera pregunta.

 

Charles Darwin comparaba la historia de la vida en la Tierra con un gran árbol con ramas. La base del árbol representaba la primera célula viviente y las ramas eran nuevas formas de vida más complejas que habían evolucionado a partir del primer organismo primitivo.

 

Darwin intentaba explicar cómo se habían originado las ramas del árbol de la vida. Intentaba mostrar cómo la selección natural pudo haber modificado los organismos existentes para producir la gran diversidad de vida vegetal y animal que llena hoy la Tierra. Pero cuando se trataba de la base del árbol, que representa el origen de la vida primera, de la primera célula viva, Darwin tenía muy poco que decir. De hecho, en “El origen de las especies”, ni siquiera trató la cuestión de cómo la vida pudo haberse originado de la materia no viviente.

 

Las únicas pistas que tenemos de las opiniones de Darwin acerca de esta cuestión aparecen en una carta que envió a un colega llamado Joseph Hooker: «Por lo que respecta a la primera producción de un organismo viviente, si —¡oh, qué gran sí!— pudiéramos imaginarnos en algún pequeño y cálido estanque, con toda clase de sales amoniacales y fosfóricas, luz, calor y electricidad presentes, que se formase químicamente un compuesto proteínico listo para sufrir cambios aún más complejos, hoy esta materia sería devorada al instante; pero puede que esto no fuese así antes de que se formasen criaturas vivientes».

 

En los últimos años de su vida, Darwin hizo poco por desarrollar su idea de que hubiera surgido una célula primitiva de compuestos químicos simples en las aguas primordiales de la Tierra primitiva. Pero más adelante, en los años 20 y 30, un científico ruso llamado Alexander Oparin formuló una detallada teoría acerca de cómo esto hubiera podido suceder y la llamó “evolución química.

 

Oparin creía que el origen de la vida podría explicarse mediante los principios darwinistas. Imaginó que compuestos químicos simples se combinaban y recombinaban para formar moléculas más grandes, las cuales se organizaban a sí mismas con la ayuda de variaciones al azar y de la selección natural, formando así la primera célula primitiva.

 

Durante las tres décadas siguientes, muchos científicos trabajaron para desarrollar y afinar estas ideas, ponderando las cuestiones que tanto Oparin como Darwin plantearon. ¿Cómo pudo la vida evolucionar a partir de compuestos químicos simples? Un hombre creyó tener la respuesta.

 

El problema de los orígenes biológicos ha sido un tema de profundo interés durante mucho tiempo, debido a la magnitud y la importancia de la cuestión: ¿de dónde venimos? ¿Por qué estamos aquí? Estas preguntas han sido exploradas desde el punto de vista de la ciencia natural.

 

Desde finales de los años 60 hasta principios de los 80, Dinion Kenyon fue uno de los pioneros en la teoría de la evolución química. Al igual que otros en su campo, intentaba explicar el origen de la vida mediante un proceso puramente natural. En 1969, Kenyon coescribió el influyente libro “Predestinación Química”, en el que él y su coautor Gary Sielman presentaban su visión. Creían que, al reunir toda la evidencia empírica acumulada desde los años 60, podían finalmente explicar el origen de los principales componentes de la vida.

 

Sin embargo, a pesar de su optimismo, Kenyon se encontraba con un problema crucial: para explicar el origen de la vida, debía también explicar el origen de los ladrillos esenciales de cada célula: las proteínas. Las proteínas cumplen una amplia variedad de funciones en las células, desde las estructuras del andamiaje celular (como el citoesqueleto) hasta las enzimas que procesan moléculas para captar energía o construir componentes celulares.

 

Las proteínas realizan muchos de los trabajos dentro de la célula, excepto almacenar información genética, lo cual es tarea del ADN y el ARN. Las proteínas se encargan de la limpieza celular y la producción de energía, entre otras funciones. Kenyon comprendía que las proteínas eran tan fundamentales para la vida primitiva como lo son en las células vivas actuales. También era consciente de la complejidad de su construcción.

 

Durante los años 60, los científicos descubrieron que incluso las células más simples están compuestas por miles de proteínas diferentes, y que su función depende de sus complejas formas tridimensionales. Las formas irregulares de algunas proteínas les permiten catalizar reacciones químicas debido al ajuste tipo llave-cerradura con otras moléculas en la célula, mientras que otras forman componentes estructurales tipo «macho y hembra».

 

Cada pieza de un motor bacteriano, por ejemplo, está hecha de una única proteína o de un conjunto de proteínas ensambladas en una forma específica. Estas proteínas están constituidas por unidades químicas más pequeñas llamadas aminoácidos, enlazados en largas cadenas.

 

La complejidad de estas estructuras celulares, especialmente en los aminoácidos que forman las proteínas, es asombrosa. En la naturaleza, se utilizan 20 tipos diferentes de aminoácidos para construir cadenas de proteínas. Los biólogos comparan estos aminoácidos con las 27 letras del alfabeto. Las letras del alfabeto pueden ordenarse de infinitas maneras, y es la disposición de las letras la que determina si tenemos palabras con sentido o simplemente jerigonza. Lo mismo ocurre con los aminoácidos y las proteínas.

 

Hay al menos 30,000 tipos distintos de proteínas, cada una a partir de una combinación diferente de los mismos 20 aminoácidos. Estos están ordenados como las letras para formar cadenas de, a menudo, cientos de unidades. Si los aminoácidos son secuenciados correctamente, la cadena se doblará para formar una proteína funcional.

 

Las proteínas se ordenan con sus aminoácidos de tal manera que los aminoácidos caen el uno sobre el otro, en una arquitectura que está preprogramada por el orden de los aminoácidos; se dobla formando una estructura específica y esta estructura puede realizar una determinada función, de modo que todas las proteínas en una célula tienen una forma tridimensional, basada en la secuencia de los aminoácidos en la cadena.

 

Esta disposición es crítica, porque si los aminoácidos están secuenciados de manera incorrecta, se forma una cadena inútil y, en vez de doblarse para formar una proteína, será destruida dentro de la célula.

 

Las proteínas, como lenguajes escritos o códigos de ordenador, poseen un elevado grado de especificidad; la función del todo depende de la disposición precisa de las partes individuales.

 

Pero, ¿qué es lo que produce el secuenciado preciso de los aminoácidos, que da lugar a las formas y funciones específicas de las proteínas? Durante los 50 y 60, los descubrimientos acerca de las estructuras de las proteínas obligaron a los biólogos a hacer frente a este misterio. Din Kenyon creía que lo podría solucionar. En su libro “Predestinación Bioquímica”, Kenyon y su coautor Gary Steinman propusieron una intrigante teoría. Kenyon escribió: «La vida pudo haber estado bioquímicamente predestinada por las propiedades de atracción que existen entre sus componentes químicos, en particular entre los aminoácidos en las proteínas».

 

Cuando apareció “Predestinación Bioquímica”, mi coautor y yo estábamos totalmente convencidos de que teníamos una explicación científica para los orígenes.

 

Kenyon propuso que las propiedades químicas de los aminoácidos hacían que fuesen atraídos entre sí, para formar las cadenas que llegaron a ser las primeras proteínas, los componentes más importantes de la célula viva, o sea, que la vida era efectivamente inevitable, predestinada por nada más que la química.

 

Muchos científicos abrazaron las ideas de Kenyon y, durante los siguientes 20 años, “Predestinación Bioquímica” se convirtió en un bestseller sobre la teoría de la evolución química. Pero, cinco años después de la publicación del libro, Kenyon comenzó a dudar de la credibilidad de su teoría. «Fue durante este periodo de tiempo que se manifestaron mis dudas acerca de ciertos aspectos del pensamiento evolucionista, al entrar en contacto con un sólido contraargumento que me planteó uno de mis estudiantes, que yo no pude refutar».

 

Kenyon se vio desafiado a explicar cómo se podrían haber ensamblado las primeras proteínas sin la ayuda de instrucciones genéticas. En las células vivientes, las cadenas de aminoácidos no se forman directamente por atracción entre sus componentes, como postulaba el escenario de Kenyon para la Tierra primitiva. En su lugar, otra gran molécula dentro de la célula, almacena instrucciones para secuenciar los aminoácidos en las proteínas. Se llama ADN.

 

Al principio, Kenyon creía que las proteínas podrían haberse formado directamente a partir de los aminoácidos sin las instrucciones del montaje del ADN. Por eso es que tantos científicos estaban entusiasmados con su teoría, pero cuanto más aprendía acerca de las propiedades de los aminoácidos y de las proteínas, tanto más comenzó a dudar de que las proteínas pudieran autoensamblarse sin ADN.

 

En el ADN, Kenyon se encontró con una molécula con una propiedad que no podía explicar mediante procesos naturales, porque encerrada con seguridad dentro de su estructura de doble hélice, existe abundante información en forma de compuestos químicos con una secuencia precisa representada por las letras «A – C – T – G». En la escritura, la información se comunica por un ordenamiento preciso de las letras; de igual modo, las instrucciones necesarias para ensamblar aminoácidos para formar proteínas, son transmitidas por las secuencias de componentes químicos ordenados en la estructura del ADN. Este código químico ha sido llamado el lenguaje de la vida y es el conjunto de información más compacto y elaborado al menor detalle en todo el universo conocido.

 

Como otros científicos que trabajaban en el origen de la vida, Kenyon se dio cuenta de que tenía dos opciones: debía explicar o bien la procedencia de estas instrucciones genéticas de ensamblaje, o bien cómo surgieron las proteínas directamente de los aminoácidos sin ADN en los océanos primordiales. Y al final vio que no podía explicar ni lo uno ni lo otro.

 

«Es un enorme problema cómo hubieran podido reunirse en un diminuto volumen submicroscópico del océano primitivo, todos los cientos de diferentes componentes moleculares que se necesitarían para establecer un ciclo de autorreplicación, y así fue como mis dudas acerca de si los aminoácidos podrían ordenarse a sí mismos en secuencias biológicas con significado, sin la presencia de un material genético preexistente, llegaron para mí a un punto intelectual decisivo hacia el final de la década de los 70».

 

Mientras Kenyon revaluaba su teoría, nuevos descubrimientos bioquímicos debilitaron más aún su convicción de que los aminoácidos se organizaran ellos solos para formar proteínas.

 

«Cuanto más efectuaba mis propios estudios, incluyendo un periodo en el Centro de Investigaciones AES de la NASA, tanto más evidente se hacía que había múltiples dificultades con la explicación de la evolución química y el posterior trabajo experimental, demostró que los aminoácidos no tienen la capacidad de ordenarse a sí mismos para formar ninguna secuencia biológica con significado».

 

Enfrentado a crecientes dificultades con su propia teoría y a un creciente cuerpo de datos científicos acerca de la importancia del ADN, Kenyon se vio forzado a hacer frente a la absoluta necesidad de la información genética.

 

«Cada vez más pensaba en la alternativa que se presentaba en la crítica y en el enorme problema que todos los que trabajamos en este campo, habíamos descuidado de afrontar: El problema del origen de la información genética misma. Entonces tuve que reexaminar toda mi posición tocante a los orígenes».

 

Para Din Kenyon, un nuevo interrogante se convirtió en el foco de su investigación sobre el origen de la vida: ¿cuál era la fuente de la información biológica en el ADN? Si se podía descubrir el origen de los mensajes codificados dentro de la maquinaria viviente, se alcanzaría una explicación mucho más satisfactoria que la teoría de la evolución química.

 

Kenyon se dio cuenta de que las alternativas para explicar el origen de la vida se estaban reduciendo. Para la década de 1970, la mayoría de los investigadores rechazaba la idea de que la información necesaria para construir la primera célula surgiera por puro azar. Para ilustrar por qué esto era problemático, Kenyon hace una analogía: sería increíblemente difícil generar incluso un par de líneas del “Hamlet” de Shakespeare dejando caer letras del juego Scrabble sobre una mesa. Ahora, las instrucciones genéticas necesarias para construir las proteínas de la célula más simple llenarían cientos de páginas de texto.

 

Los biólogos serios que investigaban el origen de la vida no creían que esta hubiera surgido solo por azar. Se imaginaban a la selección natural actuando sobre variaciones al azar entre compuestos químicos para producir la primera forma de vida, pero había un problema fundamental: la selección natural solo puede actuar sobre organismos que se reproducen, y la reproducción solo es posible si ya existe un ADN que se transmite a las generaciones futuras. Por lo tanto, sin ADN no hay autorreproducción, y sin autorreproducción no hay selección natural. Esta era la contradicción que invalidaba el uso de la selección natural para explicar el origen del ADN.

 

Kenyon, al ver que el azar, la selección natural y las teorías de autoorganización fracasaban, llegó a la conclusión de que no había posibilidad de un origen evolutivo químico, ni siquiera para las células más simples. Por lo tanto, el concepto de un diseño inteligente de la vida le resultaba mucho más convincente. Esta idea coincidía con los descubrimientos de la biología molecular.

 

Desde el rechazo de la evolución química por Kenyon, la ciencia ha desvelado los detalles de un sistema de procesamiento de la información genética que parece llevar la marca de un diseño inteligente. A través de la animación por ordenador, podemos visualizar la célula en acción. Al entrar en el núcleo, vemos las hebras de ADN enrolladas, que contienen las bibliotecas de instrucciones necesarias para construir cada proteína del organismo. En un proceso llamado transcripción, una máquina molecular desenrolla una sección de la hélice del ADN y expone las instrucciones genéticas. Luego, una máquina copia esas instrucciones para formar ARN mensajero, que lleva la información genética a través del núcleo hacia los ribosomas.

 

Dentro de los ribosomas, un proceso de traducción convierte la secuencia de ARN en una cadena de aminoácidos, los cuales se ensamblan de acuerdo con instrucciones precisas, formando proteínas con una secuencia específica. Una vez que la proteína se pliega correctamente, es transportada al lugar donde se necesita para realizar su función. Este proceso es extremadamente complejo, y Kenyon observa que la maquinaria molecular que realiza estas tareas parece estar finamente ajustada, lo que da la impresión de que ha sido diseñada con inteligencia.

 

Kenyon concluye: «Lo que se observa es un aparato tan finamente ajustado, un dispositivo que lleva la impronta de un diseño y producción inteligentes, y es precisamente en este nuevo campo de la genética molecular donde vemos la evidencia más convincente de un diseño en la vida.»

 

“Los biólogos deben recordar constantemente que lo que ven no fue diseñado, sino que evolucionó” Francis Crick, Premio Nobel, Investigación del ADN. 

Cuando observo máquinas moleculares o el proceso increíblemente complejo por el que se dividen las células, debo preguntarme: ¿es posible que haya una inteligencia detrás de todas estas cosas?, ¿que haya un plan y un propósito para esta estructura? La ciencia debería ser una investigación en búsqueda de la verdad acerca del mundo, en tal caso no deberíamos prejuzgar lo que pudiera ser verdad, no deberíamos decir no me gusta esta explicación, pues las dejo de lado. 

 

Cuando topamos con un enigma de la naturaleza, deberíamos aplicarle todas las posibles causas que lo pudieran explicar. Uno de los problemas con la teoría de la evolución es que excluye artificialmente un tipo de causa, incluso antes de que la evidencia haya tenido la posibilidad de hablar, y la causa que se excluye es la inteligencia. 

 

Desde fines del siglo XIX, desde la época de Darwin, de hecho, en parte debido a la obra de Darwin “El origen de las especies”, los científicos llegaron a aceptar una definición de ciencia que excluye la posibilidad del designio como explicación científica. Esta convención tiene un nombre, se llama naturalismo metodológico, y significa sencillamente que si uno va a ser científico, debe limitarse a explicaciones que recurran solo a causas naturales, no se puede invocar la inteligencia como causa. Sin embargo, constantemente deducimos la presencia de inteligencia, es parte de nuestro razonamiento reconocer los efectos de la inteligencia. 

 

Consideremos, por ejemplo, estos jeroglíficos tallados en las ruinas de monumentos egipcios. Nadie atribuiría las formas y ordenaciones de estos símbolos a causas naturales como tormentas de arena o la erosión, más bien las reconocemos como obra de antiguos escribas, unos agentes humanos inteligentes. 

 

Un razonamiento similar nos lleva a concluir que las misteriosas figuras de piedra de la isla de Pascua no se formaron por la acción del viento y del agua durante largos espacios de tiempo, tampoco pretendemos que las plantas puedan adquirir estas formas familiares sin alguna clase de conducción inteligente. 

 

Constantemente hacemos estas inferencias y sabemos que son correctas, pero la cuestión es ¿en base a qué sacamos estas conclusiones? ¿Cuáles son los rasgos que nos permiten reconocer la inteligencia? 

 

En su libro “La inferencia del designio”, el matemático William Demski ha hecho un importante avance en la comprensión del razonamiento acerca del designio. Demski ha identificado los rasgos específicos de los artefactos que nos llevan a reconocer una actividad inteligente previa. Demski: “Llegué a esto intentando examinar cómo razonamos acerca del designio. Cuáles son los pasos lógicos que seguimos para llegar a la conclusión de que hay designio en algo, de modo que lo que estoy intentando es establecer unos criterios fiables empíricos y científicamente rigurosos, para decidir si algo es realmente resultado de un designio.

 

Estaba examinando la lógica de esta cuestión y lo que descubrí es que se precisa de improbabilidad y de especificación, de la clase correcta de diseño, estos objetivos.”

 

Según Demski, los humanos detectamos correctamente la actividad de la inteligencia cuando observamos un objeto o sucesos sumamente improbables, que además concuerdan con un diseño reconocible. Precisamente es esta clase de diseño la que se encuentra en los montes negros de Dakota del Sur.

 

Si uno viaja por el oeste americano puede ver una gran diversidad de formas en las laderas montañosas y la mayor parte no tiene ningún sentido, son solo rocas dispuestas de diversas formas, pero lo que no ve en laderas montañosas son los rostros de Lincoln, Jefferson, Roosevelt y Washington. Esto solo se ve en Dakota del Sur y la razón de que estén ahí es que un escultor excéntrico quiso honrar a estos presidentes, pasando la mayor parte de su vida tallando sus rostros en la ladera de este monte. Este diseño es improbable, una ladera de forma aleatoria es también improbable, pero una ladera aleatoria no especifica nada, pero sabemos que hubo cuatro personas que fueron presidentes de los Estados Unidos, que tenían unos rostros determinados y estos rostros en las montañas de Dakota del Sur concuerdan con los que aparecen en otras partes.

 

Si miro los rostros reconozco al momento que concuerdan con los de los cuatro presidentes conocidos por las monedas o retratos en la National Gallery o por ilustraciones en libros, y así comprendo que en el monte Rushmore no solo tenemos una configuración rocosa sumamente improbable, sino una que concuerda con un diseño dado independiente y que indica inteligencia de forma fiable.

 

Así tenemos probabilidad, especificación, es designio.

 

En una playa, otro diseño improbable escrito en la arena ilustra cómo detectamos el diseño. Nadie inferiría que este mensaje fue escrito por el movimiento de las mareas, al contrario, por las características de este diseño, identificamos las palabras como producto de la inteligencia.

 

Este ordenamiento improbable también se ajusta a un diseño dado independientemente, es decir, las formas de las letras que reconocemos del alfabeto latino y las palabras que conocemos del vocabulario inglés, y de este modo, es la improbabilidad de esta disposición junto al hecho de que se ajusta a una pauta dada, independientemente, lo que lleva la conciencia de que hay un designio. Esta ilustración sugiere que los criterios de William Demski para la detección del designio, una pequeña probabilidad y especificación, son esencialmente equivalentes a información. El tipo de información presente no solo en imágenes, textos y secuencias numéricas, sino también codificada en software y en las ondas radioeléctricas.

 

La capacidad de detectar información en transmisiones electromagnéticas ha posibilitado una singular búsqueda de inteligencia. Durante más de tres décadas, astrónomos del programa SETI, búsqueda de inteligencia extraterrestre, han rastreado señales de radio del espacio exterior para intentar descubrir pautas llenas de información.

 

Los radiotelescopios reciben ruido aleatorio o señales repetitivas producidas de modo natural por estrellas, galaxias y otros cuerpos celestes, pero los astrónomos reconocen que si llegan a identificar una señal portadora de información, esto confirmaría la existencia de vida inteligente más allá de la Tierra.

 

Algunos han especulado que una civilización extraterrestre podría haberse intentado comunicar transmitiendo mensajes en el lenguaje universal de las matemáticas, quizá mediante una pauta reconocible, como una serie de números primos. 

Esto no se obtendría por azar, se necesitaría complejidad o improbabilidad, muchísimos números primos y una pauta, y tendría que ser justo la pauta adecuada, no la que uno imponga, sino una que esté ahí, objetivamente.

 

Hasta hoy, el SETI ha fracasado en su intento de descubrir cualquier pauta o información que pudiera indicar inteligencia en una galaxia lejana, pero en otro universo mucho más cercano a nosotros, los científicos han descubierto una gran riqueza de información dentro del núcleo de la célula viva.

 

El ADN posee una estructura ideal para ser soporte de información. En las letras ATCG, las bases de la doble hélice del ADN, hay capacidad para almacenar una prodigiosa cantidad de información, de hecho, no hay entidad en todo el universo conocido que almacene y transmita más información y de una manera más eficiente que la molécula de ADN.

 

Una secuencia completa de ADN humano tiene 3000 millones de caracteres individuales, el análisis de las zonas de codificación de la molécula del ADN muestra que sus caracteres químicos tienen un orden específico, que les permite comunicar instrucciones o información detallada, muy parecido a letras en una frase o a dígitos binarios en un código de ordenador.

 

Bill Gates ha dicho que el ADN es como un programa de ordenador, pero más complejo que cualquiera que hayamos podido desarrollar, y si lo pensamos siquiera por un minuto, resulta una observación de lo más sugerente, porque sabemos que Bill Gates no emplea el viento ni la erosión, ni generadores de números aleatorios para crear su software. Él emplea ingenieros inteligentes, ingenieros informáticos, así que todo lo que sabemos en nuestra experiencia sugiere que los sistemas ricos en información surgen del designio inteligente.

 

Pero ¿qué hacemos del hecho de que hay información en la vida, en cada célula viva de cada organismo vivo? Este es el misterio fundamental: ¿de dónde procede esta información?

 

Durante los últimos 15 años, el filósofo y científico Stephen Meyer ha estado trabajando para dar respuesta a esta pregunta. Meyer ha desarrollado un argumento para demostrar que el designio inteligente proporciona la mejor explicación para el origen de la información necesaria para construir la primera célula viva.

 

Forma parte de nuestra base de conocimiento que los agentes inteligentes pueden producir sistemas ricos en información, de modo que este argumento no se basa en lo que no sabemos, sino que se basa en lo que sí sabemos acerca de la estructura de causa y efecto del mundo. Hoy en día sabemos que no hay explicación naturalista, que no existe ninguna causa natural que produzca información, ni la selección natural, ni procesos de autoorganización, ni el puro azar, pero sí que sabemos de una causa capaz de producir la información, y es la inteligencia.

 

Así que cuando alguien infiere designio por la presencia de información en el ADN, de hecho está haciendo lo que en las ciencias históricas se denomina una inferencia hacia la mejor explicación, de modo que cuando encontramos un sistema rico en información en la célula, concretamente en la molécula de ADN, podemos inferir que una inteligencia entró en juego en su origen, incluso aunque no estuviéramos allí para observar el origen del sistema.

 

El trabajo de Meyer sobre el origen de la información genética forma parte de un creciente alegato científico en favor del designio, surgido de una reunión de científicos y filósofos en la costa central de California en 1993. Su objetivo era reexaminar una idea que había dominado la biología durante más de un siglo.

 

Durante el proceso, concibieron una teoría que se ha conocido como designio inteligente.

 

La gran promesa del designio es que nos da un nuevo instrumento y una explicación que pertenecen al conjunto de instrumentos de la ciencia. Las causas inteligentes son reales, dejan evidencia de su existencia, y una ciencia sana es una ciencia que busca la verdad y que deja que la evidencia hable por sí misma.

 

El argumento a favor del designio inteligente se basa en una observación de los hechos. Ahora bien, esta es mi definición de buena ciencia: es observación de los hechos, y cuando se observan los hechos como lo ha hecho Michael Behe, ¿qué es lo que se observa? Se observa este increíble diseño de complejidad interrelacionada.

 

La forma en que llegamos a la conclusión de un designio inteligente para el flagelo bacteriano es la misma que para un motor fuera borda. En el fuera borda vemos cómo las piezas interactúan y sabemos que esto lo hizo alguien. El razonamiento es el mismo para las máquinas biológicas, de modo que la idea del designio inteligente es totalmente científica. Desde luego, puede que tenga implicaciones religiosas, pero no depende de premisas religiosas.

 

Cuando observo la evidencia objetivamente, sin excluir la posibilidad de designio, sencillamente el designio se destaca como la explicación más probable, y por eso creo que es la correcta.

 

Creo que el designio vuelve a estar sobre la mesa. Estos sistemas no pueden explicarse por ley natural, y si buscamos la verdad y realmente están diseñados, hay que ser ingenieros de sistemas para comprenderlos. Entonces, ¿cuál es el problema? Uno va a donde los datos lo lleven, y las implicaciones, sí, claro, tienen profundas implicaciones metafísicas, pero si así es, que así sea.

 

Es una idea impactante que el universo sea racional y comprensible con la rúbrica de una inteligencia suprema que ha querido que este mundo sea comprendido, y es algo que garantiza el programa de la ciencia, porque entonces uno puede contemplar el mundo y el mundo tendrá sentido. Si todo fuese simplemente un conjunto caótico, no habría motivo para esperar racionalidad; pero si es el producto de una mente, entonces uno puede investigar, y la ciencia se convierte en ese maravilloso proyecto de resolver el rompecabezas, donde uno puede esperar encontrar racionalidad, belleza y comprensibilidad, justo en el fundamento mismo de las cosas.

 

Hace 150 años, Charles Darwin transformó la ciencia con su teoría de la selección natural. En la actualidad, esta teoría se enfrenta a un reto formidable: el designio inteligente, que ha suscitado un intenso debate acerca del origen de la vida sobre la Tierra y que, para un creciente número de científicos, representa un paradigma, una idea con el poder de redefinir una vez más los fundamentos del pensamiento científico.

 

Durante el siglo XIX, los científicos creían que había dos entidades fundamentales: la materia y la energía. Pero al entrar en el siglo XX, tenemos una tercera entidad fundamental que la ciencia ha tenido que reconocer, y es la información. Con la biología de la edad de la información, crece la sospecha de que lo que estamos viendo en la molécula de ADN es realmente un artefacto de la mente, un artefacto de la inteligencia, algo que solo puede explicarse como producto de un designio inteligente.

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